No tuvo que decirme nada
y menos, ásperas palabras.
Bastó una leve señal.
Todo lo comprendí
cuando me vistió con su mirada.
Las traías clavadas en los ojos.
Parecían cristales rotos.
Eran dos gotas de agua
que se deslizaron con facilidad
por los surcos de la cara.
No tuvo que decirme nada.
Bastó la llamada del silencio.
Y, en una fracción de segundos
apareció todos los tiempos del tiempo
se desparramó el bosque pensante
como un templo vivo del alma.
Aún, con los ojos anegados
no tuvo que decirme nada.
Llego profundo a mi ser
arrastrada a ciegas por el oleaje
explorando mis fibras secretas.
Me conmovió, hasta más no poder
sin aún decirme nada.
A poco, le escuche a media voz
en medio de aquel silencio, repetía
¡No te vayas, no te vayas!